EL boquerón, anchoa o bocarte, que la nomenclatura de este y otros muchos pescados es cuestión de geografía, es uno de los pescados representativos de la primavera; y ésta, una vez superado el susto de su elevada cotización del día de apertura de la campaña en el Cantábrico, parece que se está portando bien tanto en lo relativo a la cantidad como a la calidad.
Es un pescado azul, es decir, graso, que hoy tenemos por saludable, cuando hace unos años estaba, con sus colegas la sardina, el chicharro o la caballa, en los lugares de honor del que podríamos llamar índice de pescados prohibidos por la clase médica: Una lista que muy pocas veces coincide con la que marca el aprecio del consumidor, partidario desde siempre de todos estos pescados, que en esos tiempos de mala fama se consideraban, además, de poco precio.
Baratos y estigmatizados por los doctores... mala cosa. Y, aun así, el público nunca dejó de disfrutar de los boquerones, consumidos mayoritariamente de dos formas: pasados por la sartén, abiertos o cerrados, o aliñados, en crudo, con vinagre, los tan populares boquerones en vinagre típicos de las barras madrileñas y de otras ciudades curiosamente interiores, como Córdoba, junto a cuya mezquita había un bar que los despachaba por toneladas.
La gente apreciaba, y aprecia, muchísimo esos boquerones malagueños llamados victorianos, presentados en manojitos de cinco en cinco unidos por las colas; también los bocartes o anchoas fritas al estilo del Cantábrico, en un aceite perfumado con un toque de ajo, elemento también imprescindible en la receta de boquerones en vinagre... que eran lo que más podría recordar un sashimi, o un cebiche, del repertorio de una cocina cuyos practicantes solían manifestar su horror ante la posibilidad de engullir un pescado sin cocinarlo antes.
En Madrid, en la entrañable cervecería Riaño, que estos días está a punto de reabrir su vieja sede en la calle de Cea Bermúdez, ofrecía, además de los omnipresentes boquerones en vinagre, unas raciones de boquerones aliñados muy del gusto de su numerosísima parroquia, que los acompañaba con unas cañas o algún doble de cerveza bien tirada, como mandan los cánones.
Puede que sea por aquello de que el vinagre y el vino no son buenos compañeros, pero también porque el amargor de la cerveza contrasta muy bien con la acidez de la receta clásica... o, porque a la hora del aperitivo, la cerveza ha acabado imponiéndose por goleada a las demás posibilidades líquidas.
También son populares en las barras capitalinas los llamados matrimonos, que combinan sobre una rebanada de pan ligeramente tostado un lomo de boquerón en vinagre y otro de anchoa en aceite de oliva, dos versiones del mismo original.
El otro día, puestos en posesión de medio kilo de boquerones perfectos de tamaño y frescura, pensamos en prepararlos combinando lo mejor de varias fórmulas, una especie de síntesis de aliño y fritura. Esto de la frescura es algo fundamental a la hora de comprar este tipo de pescaditos, que soportan muy mal la estancia fuera del agua; comerse una caballa perfecta lejos de la costa es, casi, una verdadera utopía. Muy frescos, pues.
Llegados a casa, lo primero fue poner los boquerones en disposición de ser cocinados, es decir, los limpiamos, los decapitamos y les eliminamos las espinas.
Luego los lavamos muy bien al chorro de agua fría, y los fuimos colocando, abiertos, en un cuenco de cristal. Pusimos en el mortero un diente de ajo más gordo que flaco, pelado, con una cucharadita de sal, y lo machacamos a conciencia. Añadimos entonces al almirez una cucharada de pimentón agridulce y una pizca de cominos molidos, mezclando bien. Diluimos el conjunto con dos cucharadas de buen vinagre y, finalmente, cubrimos los pescaditos con agua.
En este aliño, como en casi todos, lo importante es el equilibrio: no debe dominar demasiado ninguno de los ingredientes, han de ser como las pinceladas de una pintura impresionista, que se complementan para conseguir un conjunto en el que no hay ningún elemento que destaque sobre los demás; todo está allí, y todo se nota, pero nada apabulla, nada anula a los demás ingredientes.
Dejamos los boquerones en estas condiciones entre treinta y cuarenta minutos en la nevera. A la hora de proceder, los escurrimos muy bien y los pasamos por harina, sacudiéndolos después para eliminar posibles excesos. Y a la sartén, con buen y limpio aceite de oliva, hasta conseguir un exterior dorado y un interior jugoso.
Una escarola de hoja fina les sirvió de escolta, y una magnífica cerveza -una 1906, de Estrella Galicia- de acompañamiento líquido: los bocartes se llevan maravillosamente con la cerveza, como se llevan con la sidra cuando de tomarlos en las Asturias se trata. En nuestro caso, cerveza. Un placer, uno de esos pequeños grandes placeres que ofrece la despensa de la primavera, que no consta solamente de verduras: en el mar también hay estaciones, y hay que aprovecharlas.
Caius Apicius
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