Para empezar, hemos ampliado considerablemente los tipos de pasta que utilizamos. Antes apenas pasábamos de los clásicos macarrones, los canelones y, claro, las pastas para sopa. Hoy... el catálogo es amplísimo. Usamos pastas secas y pastas frescas; pastas sin aditamentos, pastas al huevo, pastas de colorines... Incluso sabemos hacer la pasta en casa. Sabemos que para acompañarla hay montones de posibilidades, más allá de la clásica salsa de tomate o la mejor o peor interpretada boloñesa. Y la tomamos al dente.
Al dente es una expresión que empezamos a escuchar y leer con la llegada de la nouvelle cuisine, a mediados de los 70. Hasta entonces, lo habitual era cocer la pasta, y las verduras, hasta la extenuación, hasta que estaba muy blanda, excesivamente blanda. Se nos dijo que no, que tenía que ofrecer una ligera, pero perceptible, resistencia al diente. Costó bastante que consumidores y cocineros aceptasen este nuevo punto de cocción, y hubo, cómo no, algunos de los segundos que se pasaron y confundieron los términos al dente y "crudo"; pero hoy, normalmente, la pasta, y las verduras, se hace al dente. Bueno: más o menos.
Una forma de acercarnos más a esa integración consiste en invertir el último paso, y volcar la pasta en la sartén o cazuela en la que está el guiso, dándole unas vueltas al conjunto: la compenetración pasta-salsa es mayor. Pero podemos dar una vuelta de tuerca más... y prescindir de la cocción previa, en agua, de la pasta. Naturalmente, la textura es aún más firme, cosa que puede extrañar a quienes estén acostumbrados a las preparaciones más tradicionales.
Aunque nunca he estado de acuerdo con la afirmación de que una imagen vale más que mil palabras entiéndanme: no hago fotos, escribo, sí que sé que un ejemplo práctico aclara las cosas bastante más que la teoría. Vamos, pues, con un ejemplo experimentado recientemente en casa: una pasta preparada como indicamos, cuyo acompañamiento es un guiso de calamares. Usamos la variedad llamada penne rigate, que son una especie de macarrones, es decir, cilíndricos y huecos, pero de talla corta y calibre estrecho; el nombre penne (plumas) viene de que sus bordes no son rectos, sino sesgados, dejando unos picos que recuerdan el de las viejas plumas de escribir. Lo de rigate (rayadas) es porque su superficie está estriada, acanalada; si no fuera así, serían penne lisce, plumas lisas.
Bien, el comienzo es el de siempre: sofreír en un poco de aceite ajo picado hasta lo invisible, junto con cebolla y puerro reducido a daditos mínimos. Cuando todo ello pierda el orgullo, añadimos zanahoria y pimiento verde cortados también en trozos muy pequeños.
Ablandado todo ello, incorporamos los calamares, reducidos a cuadraditos pequeños, pero no tanto como las legumbres. Y una pimientita de Cayena. Salamos, rehogamos hasta que el calamar cambie de color e incorporamos un vasito de manzanilla de Sanlúcar y una hojita de laurel. Todo ello ha de cocer unos 20 minutos, añadiendo cada vez que el guiso lo pida un poco de caldo de verduras; el guiso ha de quedar más bien caldoso.
En una cazuela baja y ancha, de fondo grueso, sofreímos brevemente nuestras penne rigate. Inmediatamente, volcamos sobre ellas el guiso anterior, removiendo con una cuchara de madera, y mantenemos todo al fuego entre ocho y diez minutos, hasta lograr el punto buscado en la pasta y conseguir que el guiso quede, ahora, más jugoso que caldoso. Toque final de perejil rizado por encima y... a la mesa.
Insistiremos: es otra textura, quizá sorprendente para muchos, pero desde luego de lo más agradable en boca. Y, desde luego, aquí pasta y guiso forman un conjunto perfectamente integrado, compenetrado. Una muy buena experiencia que, dicho sea de paso, se completó con un excelente verdejo de Rueda Piedra que se entendía perfectamente con los calamares.
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