domingo, 29 de marzo de 2009

Nochebuena: unidos en la soledad



Publicado en Diario de Navarra el 26 de diciembre de 2008

El Gazteluleku y el Teléfono de la Esperanza han conseguido un año más sacar de la soledad a 52 personas durante esta cena de Nochebuena que cada año consigue despertar los sentimientos de unos voluntarios que acuden altruistamente
"Hablo con las baldosas de lo sola que me encuentro. Encima, llega la Navidad y me desespero. Creo que mis hijas me van a llamar para que pase estos días con ellas y cuando llega el día y no lo hacen... Es muy duro. Y así un año tras otro". A Sagrario la vida le ha seccionado el alma. Se desangra de tanto dolor. A simple vista, no aparenta el sufrimiento que arrastra. Es una mujer muy fuerte y presumida. Cuando se le pregunta por la edad, se ruboriza.
Ella dice que tiene 60 años. "Tengo sesenta y...", asegura. Un pajarito, al oído, advierte que son unos pocos más de 80. Viste con camisa holgada estampada en azul y un largo collar de bolas. Se ha pintado el ojo para la ocasión. Desde que se quedó viuda hace siete años, sus dos hijas, dice, no quieren saber nada de ella. A su mirada se le ha apagado el brillo. Al igual que a mucha gente de Navarra. La soledad es una realidad diaria, una losa bien fría que genera cierto miedo descubrirla. No se ve, pero esta ahí y sí, se escucha. El Teléfono de la Esperanza durante este año ha recibido 3.000 llamadas de personas que "básicamente lo que necesitaban es comunicación", detalla Carolina Cruz Montesinos, psicóloga de esta ONG. Han sido 300 llamadas más que en el 2007.
24 de diciembre, Pamplona, ocho de la noche. Un grado bajo cero. Padres con hijos en brazos, ataviados con la ropa tradicional vasca después de una invernal tarde de Olentzero, toman la espuela en la parte vieja y se apresuran a regresar a sus casas entre la espesura de la niebla. Las luces navideñas apenas iluminan el paso de los viandantes. Es la Nochebuena de 2008.
En el primer piso de un edificio de la Plaza del Castillo, los socios de la sociedad gastronómica Gazteluleku ultiman un aperitivo a base de alitas de pollo. La actividad es frenética desde la mañana en este lugar. Preparan la cena para que esa noche, todas las personas que sobreviven al destierro familiar, se sientan como en casa. Desde hace nueve años, el Gazteluleku, con Kino Sánchez Sota a la cabeza, y la ONG el Teléfono de la Esperanza, se transforma en un oasis en el desierto. Kino recuerda cómo surgió la idea de organizar una cena solidaria en la sociedad. A sus 57 años, se siente con más ganas que nunca respaldado por Raquel y Miren, sus dos hijas. Entra y sale de la cocina, no para. Tiene que estar todo a punto para que un año más esta noche sea un momento inolvidable. Raquel y Miren, de 15 y 27 años, saben bien cómo comportarse. Para Miren es su séptimo año. "Estar aquí con nuestro padre es un regalo. Me ayuda a renovarme y valorar bien las cosas. Algún día también me gustaría hacerlo con mis hijos". A sus 15 años, Raquel conoce perfectamente el valor del silencio. Es su tercer año. "La primera vez no me atreví a venir", reconoce. "Ahora sí, me gusta escuchar los problemas de las personas. Ellos lo agradecen".
Los dos primeros en llegar al Gazteluleku y mezclarse entre los últimos socios que van dejando el local es Ángel Alonso, de 66 años. Este hombre, de Pamplona de toda la vida, se sienta discretamente de espaldas a uno de los ventanales que da a la Plaza del Castillo y observa. "No vengo por la comida", explica, "sino por soledad". "Es el segundo año. Me gusta porque parece que estoy en una boda. Mañana (día de Navidad) me quedaré solo de nuevo".
Mariano y Mari Flor, su mujer, son los siguientes. Se sientan a la izquierda de Ángel. No se conocen. Mariano apoya la mirada sobre su bastón de madera. Tampoco pierde detalle. Kino se acerca y le da la bienvenida con un apretón de manos. "Vienen todos lo años", apunta. Pedro Berástegui, miembro del Teléfono de la Esperanza en Pamplona, se acerca a Kino, algo acelerado. "No me lo puede creer", explica. "Vengo caminando desde Iturrama y a la altura del Policarpo, he parado para invitar a la cena a un matrimonio rumano que pedía limosna en la calle y la han rechazado porque no se lo creen".
A su espalda, Francisco, de 47 años, bebe una cerveza antes de cenar. "Estoy de paso en la ciudad. Me dirijo a Lérida para trabajar en la poda. Es la primera vez que acudo a una cena de este tipo, me encuentro bastante solo".
Enrique, voluntario y socio, sirve desde el otro lado de la barra a los que se van agregando a esta gran familia. "Hasta el momento hay 43 personas inscritas pero poco a poco se irán acoplando alguno más", asegura Berástegui. Levanta la cabeza y señala la puerta. "Acaban de llegar los tres rumanos a los que les había entregado la invitación en Iturrama", sonríe feliz.

Un menú navideño
En la cocina el menú ya está listo: langostinos y foie, cardo a la Navarra, merluza a la plancha con kokochas y almejas, carrilleras de ibérico con hongos, turrón y bien de champán. Productos donados por varios comercios de Pamplona. De los vinos se encarga Bodegas Otazu. Su propio gerente, Javier Bañales, y su hermano Pedro, colaboran en primera línea. "Nuestro padre también ha venido, está en la cocina. Cuando terminemos de servir los platos, a eso de las once y media, cenaremos en casa con la familia. Nuestra madre ya está acostumbrada", dice Pedro.
Carmela Ares de Parga, vicepresidenta del Teléfono de la Esperanza, entiende que esta cena solidaria es el resultado de la incomunicación que existe en este mundo. "Hay muchos ruidos internos. Preferimos que nos escuchen". Carmen Elía termina de vestir las dos hileras de mesas con manteles rojos . Elía trabaja en un centro de salud y comprende de buena mano este drama. Josune Ruiz se encarga de la cubertería y las cestas con el pan. Los voluntarios conforman un equipo que prefiere mantenerse al margen en todo momento. "Los protagonistas son ellos", dicen.
Esta nueva familia comienza a coger posiciones en las dos hileras dispuestas en forma de U. Las mesas de la derecha las preside Mª Pilar, de 74 años; a su izquierda, sentado, Melquiades, se limpia con la servilleta su bigote con mosca, a la vez que bromea con Mª Pilar . Se acaban de conocer. "Me encuentro tan sola", señala. "Mi hijo vive en América. Hoy estamos acompañados, pero mañana 25... En esta cena nos divertimos, nos olvidamos de las penas de la casa".
Melquiades es de Badajoz y reside en Pamplona desde los 13 años. "Ahora estoy en el paro. Llegué a Pamplona con 13 años de la mano de mi hermana mayor. Ella era la que unía la familia", expresa, "aunque tengo cuatro hermanos, estoy solo. Al morir mi hermana mayor, ya no nos juntamos".
Al otro lado del comedor, Yanira, de 22 años, preside esta segunda fila. "Me comentaron en la pensión donde me encuentro que el Gazteluleku preparaba estas cenas y me he animado", comenta con acento canario. "Sí, soy de las islas, sin embargo, mi familia materna es de aquí. Ahora estoy en el paro, el jueves tengo una entrevista de trabajo". Un tatuaje en chino con su nombre le arrebata parte de su piel en el brazo derecho. A su izquierda Abdul de 24 años, pela un langostino. "Es de Senegal", se adelanta Yanira. Está en la misma pensión. Le he conocido esta mañana y le he propuesto que se viniese. "Estoy muy solo, acabo de llegar de Jaén", manifiesta Abdul. Parece muy tímido, sus ojos quedan medio ocultos, bajo una gorra. A Manuel de 43 años, le falta un ojo. Lo perdió en la construcción. Este gallego recaló en Pamplona unas vacaciones y se quedó para siempre. "He sido encargado en varias obras. En la actualidad no tengo ni trabajo ni familia". Con 60 años José Javier ha pisado todos los tejados de los edificios de Pamplona instalando antenas de televisión. "¡Tengo siete hermanos. Siete hermanos!", repite y exclama...
La soledad en estado puro
En el otro extremo, Kino comparte lugar con Pili. A sus 40 años, esta mujer de tez pálida y aspecto frágil encarna la soledad en estado puro. "Mi madre está en la cama con alzheimer y a mi hermano le he interpuesto una demanda por malos tratos. Padezco fibriomialgia. No me deja vivir. Intento ser más fuerte que el dolor. No me rindo, pero hay días que...". Raquel, la hija pequeña de Kino, asimila cada palabra que lanza Pili. "Muchas gracias por escucharme", asevera. Asier y Raquel comparten algo más que 15 años de edad. Son los más jóvenes del Gazteluleku . En este caso, Aurora, su madre, ha decidido pasar una Nochebuena distinta. "Mis hijos ya son mayores y cenan con las familias de sus mujeres. Así que hemos aprovechado para echar una mano. Aurora no puede contener las lágrimas. "No puedo cenar. Esto es más fuerte de lo que pensaba. Creía que lo había visto todo". Tres sillas a su izquierda, una joven húngara de 22 años habla con Mari Flor. Se llama Nikolette y es otra de las voluntarias. "He venido para acompañarles. Estas personas necesitan mucha atención", comenta.
Jesús es otra de las grandes personas de este retal de historias imposibles. Su bigote le confiere un cierto aire a Groucho Marx. Es bastante optimista. "Mi soledad es impuesta. Un día, mi familia me despreció. Ante esta situación, lo único que pedimos es cariño", expresa. Jesús ha hecho buenas migas con Raúl. Incluso, se atreven con un agarrado tras el café. Miren baila con Kino, su padre. La noche va adquiriendo la temperatura necesaria. Txema, ex drogadicto de 41 años, fuma un puro y baila con Carmen, de 63. Sagrario les sigue con la mirada. Ella prefiere estar tranquila. A Txema le gusta que Carmen gire y gire. Ella se marea. "Aquí he descubierto mi auténtica familia", manifiesta. "He sido yonki y, gracias a esta soledad, he conseguido salir de las drogas".
A la una de la madrugada, Joseba y Will, su pareja, se acercan al Gazteluleku. Will se queda perplejo al descubrir esta realidad. "¿Qué va a suceder con estas personas mañana?", le pregunta a su novio.

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